lunes, 8 de junio de 2009

Pensamientos


A punto de terminar mi aventura turca, me sorprendo evaluando ciertos valores propios que me enorgullecía de haber conquistado y que chocan profundamente con los que he encontrado entre los que me rodean.
Desde mi ateísmo sin opciones a pesar de años de colegios religiosos, confieso que envidio la espiritualidad y felicidad que emanan algunas personas hablando de su Dios y el consuelo que supone saber que siempre hay alguien a quien recurrir. Me pierdo esa esperanza que a algunos les salva la vida.
Desde mi orgullo de hija única independizada hace muchos años, pienso en el colchón que supone una familia extensa que a veces llega a grados de parentesco para los que en castellano no existen nombres (y eso que los mediterráneos nos enorgullecemos de nuestros lazos familiares).
Desde mi condición de española porque así lo asegura mi pasaporte me planteo qué significado tiene mi pertenencia a un grupo con unas raices históricas, lingüísticas y culturales comunes y por qué me pone tan nerviosa que me hagan sujetar una bandera cuando a tantos les emociona.
En esta revisión de valores propios y ajenos sopeso el precio pagado por mis opciones.
Pero ¿de verdad he elegido o soy tan producto de la sociedad de la que provengo como aquellos a los que miro con extrañeza?